martes, 20 de diciembre de 2011

FRÍO.

Salgo a la calle envuelta en el más negro de mis abrigos, el más caliente. Me enfundo en una bufanda de colores al que le he encomendado la misión de proteger mi cuello, y mis dedos se refugian en unos guantes color miel, que espero que calienten mis manos resecas y cansadas del frío. La verdad es que la necesidad me hace salir de casa, Odio el frío. Mientras camino siento como mis manos aumentan un par de grados dentro de los bolsillos, pero mis pies, que caminan a la máxima velocidad que se me ha permitido, se quejan del frío que solo les puedo ofrecer. Aún odio más el frío. Llego a casa con la esperanza de envolverme en una manta y no salir nunca más, pero el primer contacto con la manta es frío y nada acogedor. Poco a poco mi temperatura corporal va aumentando mientras ingiero casi de un sorbo un chocolate caliente y doy gracias a Dios por aquella persona que inventó el microondas. Me enfundo una manta más, mis pies siguen helados. Poco a poco recobro todo el calor que la calle me ha quitado y me quedo dormida en un intento de soñar algo cálido y agradable. Y Odio aún más el frío.

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